Pasó un año completo. En el mes de marzo de 1491, se encontraba
alojando en una posada de Astorga un mercader de telas judío llamado
Benito García, converso al cristianismo. Tenía cerca de 60 años y se
suponía que sólo estaba de paso por la región. Durante una noche, un
grupo de hombres, al parecer un tanto bebidos, volcaron uno de sus
recipientes para equipaje y, con sorpresa, descubrieron que entre las
ropas había una hostia robada de alguna iglesia. Una profanación como
aquella era por entonces un verdadero escándalo, ya que ningún español
auténtico se atrevería a cometer tal sacrilegio no sólo por temor a las
consecuencias judiciales, sino al reproche divino que tal acto
implicaba.
La presencia de una hostia cristiana en las pertenencias de un judío
era algo sumamente sospechoso. Los rituales asesinos de sacrificio de
vidas, especialmente en España, incluían frecuentemente actos grotescos
y sacrílegos que canalizaban el odio de los judíos iberos contra la
religión de Cristo, incluyendo por ello el uso morboso de sus símbolos,
como cruces, aceites sagrados y hostias. Estaban precisamente en el
período de las fiestas del Purim, cuando más veces tienen lugar este
tipo de actos herejes.
La noticia llegó rápidamente a oídos del párroco de Astorga y a los
representantes de la Sagrada Inquisición, quienes llegan al lugar y
detienen a García. Sin que se le torture hasta ese momento, el reo es
interrogado minuciosamente. Los encargados no logran de él una
explicación sobre el origen de la hostia, pero el inquisidor, aún bajo
la sospecha de que el detenido puede tener algo que ver con prácticas
judaicas oscuras, decide mantenerlo bajo el cargo de la acusación de un
posible sacrilegio.
Conforme a lo establecido jurídicamente por aquel entonces, el detenido
es sometido a tortura. En su caso, se trató del tormento de la ingesta
desmedida de agua a la fuerza. Con estos castigos, García declara que
efectivamente, él aún practica fiestas judías en complicidad de otros
de sus congéneres, como el judío marrano Juan de Ocaña, principal líder
del grupo, seguido del judío Ca Franco y su hijo Yuce. García agregó
incluso que tenían la audacia de reunirse todos los sábados para
compartir las normas de observancia del sabbath. Parte de sus ritos
incluían parodias de la liturgia cristiana, lo que explica la presencia
de la hostia.
Hasta este momento, no hay nada que haga asociar la muerte del muchacho
con García y sus cómplices, ni para evitar la razonable duda que queda
en este tipo de "confesiones" bajo tortura y sometimientos extremos.
Sin embargo, lo que sigue ahora es la prueba de la veracidad de este
caso, del que hoy en día una serie de autores judíos han tratado de
explicar exculpando a los asesinos judaicos con tórridas
interpretaciones de los hechos.
Todos los nombrados fueron detenidos en la prisión de Ávila,
permaneciendo en celdas separadas. Yuce Franco, uno de los implicados,
solicitó entonces la asistencia de un rabino como consejero y para
atención íntima. Fue aquí cuando los encarceladores tuvieron una idea
genial, AL ENVIARLE EN VEZ DE UN RABINO, A UN JUDÍO CONVERSO EXPERTO EN
TALMUDISMO Y HEBRÁICA: el Padre Cuvíquez. Era sabido por entonces, tal
como en la confesión de García, que muchos marranos o "nuevos
cristianos" sólo formalmente adoptaban el cristianismo como religión
para evitar los problemas con la Iglesia, mientras que en su intimidad
continuaban manteniendo el mismo desprecio y rencor contra el
Catolicismo. Sin embargo, parece ser que Cuvíquez no compartía esta
odiosidad y en verdad se había entregado a la fe de Cristo, además de
ser oficial del Santo Oficio. Fue así como asistió a su celda y comenzó
a hablarle "en confianza", de judío a judío, esperando motivar en él
una confesión.
Yuce Franco fue correctamente persuadido y, creyendo que tenía frente a
sí a un virtual cómplice silencioso, declaró al sacerdote su odio a la
iglesia de Cristo y su participación en al menos un sacrificio ritual
de un niño, junto a los demás inculpados. La totalidad de la
conversación fue testimoniada por otra persona, el médico oficial de la
cárcel de Ávila, a quien se le pidió permanecer oculto tras la puerta
de la celda escuchando las palabras de ambos hombres, para reafirmar lo
que declarara el padre haber escuchado. Ambos, el médico y el
sacerdote, firmaron bajo juramento la veracidad de las palabras,
atribuidas a Yuce, y EMITIDAS SIN TORTURA ALGUNA.
Yuce estaba atrapado. Sin que fuera necesario provocarle dolor
cualquiera, se había atado a sí mismo a la columna de la hoguera
inquisidora. Los oficiales del Santo Oficio le dieron así una
oportunidad de vivir: declarar contra la totalidad de los involucrados
y admitir cómo y cuándo cometieron su crimen ritual.
En términos contemporáneos, podríamos decir que Yuce "cantó como
canario". Fue entonces cuando el converso, en octubre de 1491,
reconoció haber estado presente en el asesinato de Cristofer, el niño
martirizado de La Guardia, hecho horrible perpetrado por sus cómplices
judíos y varios otros. Volvemos a recalcar que hasta ese momento, Yuce
NO HA RECIBIDO NINGUNA CLASE DE TORMENTO O TORTURA para arrancarle
confesiones. Si Yuce hubiese querido mentir para exculparse, le habría
bastado con repartir los cargos criminales entre todos los detenidos
(su padre Ca Franco, García y Ocaña) y salvarse de la hoguera. Sin
embargo, en esta nueva declaración inculpó a una serie de otros
personajes judíos, incluyendo a varios otros familiares suyos.
La historia de Yuce coincidiría perfectamente con las circunstancias de
la muerte de Cristofer. Simon Wisenthal intenta explicar, en uno de sus
trabajos de pseudo-historia, que Yuce estaba enfermo cuando hace su
declaración, en octubre, deseoso de evitar las torturas; sin embargo,
según el famoso "caza-nazis", el judío marrano estaba convaleciente
desde hacía varios meses, ya que también intenta explicar lo relatado
por él al sacerdote Cuvíquez también al hecho de "estar enfermo",
aunque en ningún lado aclara cuál es la mentada enfermedad ("Segel der
Hoffnum", 1992, S. Wiesenthal, Éditions Robert Laffont, París, pág. 137
y 139).
Yuce Franco declara así que, en 1490, durante el período de fiestas
judías, García y Ocaña habían secuestrado a Cristofer, por ser un niño
cristiano apropiado para un sacrificio ritual, y lo llevaron hasta una
caverna lejana de Toledo, en donde esperaban él mismo, en compañía de
su padre y tres de sus más cercanos familiares. Una vez allí, lo
desnudaron, lo torturaron, lo crucificaron con clavos y representaron
con su cuerpo desgarrado una grotesca interpretación de la crucifixión
de Cristo. Hubiese bastado con esto para condenar a todos los
implicados a la hoguera en un escándalo mayúsculo, pero
Yuce agregó otros horribles detalles al crimen: le vaciaron toda la
sangre del cuerpo, le abrieron el pecho y le sacaron el corazón
guardándolo en salmuera. Para terminar, danzaron alrededor del muerto
escupiéndole a la cara e identificándolo con el mismo Señor Jesucristo.
Su relato coincidía también con los registros que se tenían del estado
del cuerpo del muchacho y de la disposición de sus espantosas heridas,
siendo prácticamente imposible que recordara los detalles precisos de
una historia de muerte ocurrida hacía más de un año , si acaso no
había participado de ella más allá de ser otro receptor de la limitada
información que en el momento corrió públicamente.
Conmocionados, los clérigos ordenaron la detención de los nuevos
familiares de Yuce implicados en el escándalo. Junto con Benito García,
fueron sometidos a nuevas sesiones de tortura y todos confesaron POR
SEPARADO la misma historia, con los mismos detalles y la misma
narración de los hechos. Si la historia de Yuce fuese falsa, esta
sincronía "telepática" no podría conseguirse ni con la más larga y
dolorosa jornada de tortura y dolor.
García agregó un detalle especial: los crímenes eran cometidos por
motivaciones provocadas por los propios rabinos al predicarlos como una
justa venganza contra los atropellos de los que la comunidad judía era
objeto por los cristianos. En un ataque de ira, finalmente, y ya
sabiendo el destino que le esperaba, García se quitó la máscara y
manifestó iracundo su odio al catolicismo y su entrega absoluta al
judaísmo, declarando aborrecer la religión de Cristo y sus símbolos.
Este acto fue considerado una verdadera blasfemia.
Tanto estas declaraciones, como las confesiones de Yuce, dieron pie al
inicio de un espectacular juicio del Santo Oficio, cuyo jurado sería
integrado por altísimos representantes de la cultura y la
intelectualidad española, hombres nobles y de carácter intachable,
todos ellos miembros de la Universidad de Salamanca. Ávila se convirtió
en el epicentro de las crónicas de entonces. Las muchedumbres siguieron
atentamente el desarrollo del caso y hubo varios intentos de revueltas
antijudías al saberse los escalofriantes detalles del caso, que,
afortunadamente para los judíos, lograron ser detenidas por dictados
reales; sí, aún con lo horrendo del caso, las autoridades de la Santa
Inquisición se mostraron misericordiosas con el resto de los judíos que
no habían participado directamente en el crimen.
El 19 de junio de 1941 emitieron su primer veredicto, al considerar que
Yuce Franco era culpable de los cargos en forma unánime. A pesar de la
inmunidad que se le había ofrecido, Yuce conoce sólo entonces y por
primera vez los tormentos de la tortura, luego de haberlo confesado
todo, con mucha anterioridad. Esta tortura se le aplicó para forzarlo a
reconocer cuál era el motivo de darle una muerte en crucifixión al
muchacho, en vez de otra forma menos cruel y sanguinaria de
sacrificarle. Aunque la respuesta, obviamente, era por una mofa en odio
a la fe de Jesucristo, parece ser que Yuce se negaba a admitirlo para
no empeorar las cosas, ya bastante delicadas para todos los judíos de
España que estaban a punto de pagar en forma generalizada las
implicaciones del caso.
El largo expediente del caso comenzó, así, a acumular cada vez más
sospechas y posibles implicaciones de la totalidad de los judíos de
España en estos casos de asesinatos rituales. Era en gran medida, la
prueba que se necesitaba para dar con el nexo entre el rabinismo
talmudista y la existencia de estos históricos crímenes rituales que
algunos creían aislados. Era, además, lo que muchos antijudíos
necesitaban para convencer a los reyes, de una vez por todas, de
expulsar a los judíos del reino.
Los acusados fueron condenados a muerte en un segundo juicio, cuyo
jurado eran notables académicos y sabios de Ávila; ocho judíos pagarían
con sus vidas el horror cometido en La Guardia. Los reyes firmarían al
año siguiente el decreto de expulsión de todos los judíos de España.
El Papa Pío VII canonizó al muchacho como San Cristofer autorizando su
culto en la Iglesia de Toledo. Su tragedia había sido recordada siempre
como la del “Santo Niño de La Guardia”, aunque las autoridades actuales
de la Iglesia, influidas por el judaísmo internacional, se cuidan muy
bien de mencionar a este santo. Lope de Vega escribió una obra acerca
de este caso, y lleva precisamente ese nombre “El Santo Niño de La
Guardia”.
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