Hoy en día, para demonizar a alguien, basta con dibujar una semejanza cualquiera con Hitler, y la cosa funcionará. Los árabes y musulmanes combaten a los judíos, por lo tanto son nazis y pueden ser considerados como encarnación del mal. En 1956, el general Macmillan describió a Jamal Abd el Nasser como un “nuevo Hitler” porque nacionalizó el canal de Suez. En 1982, Begin llamó a Yasser Arafat “el nuevo Hitler”, porque tenía que justificar su agresión y el bombardeo de Beirut. Stalin era “peor que Hitler”, según un discurso del presidente Bush. Ahora le toca a Irán, cuyo presidente suele ser evocado como el “nuevo Hitler” y su pueblo como “islamofascista”. Irónicamente, los que defienden a Irán comparan a Bush con Hitler, y a los bushistas con los nazis. Esto recuerda a Huey Long de Luisiana; cuando se le preguntó si el fascismo podría llegar hasta América, contestó: “por supuesto que sí, con la única diferencia de que se le llamará anti-fascismo”.
Pues bien, si queremos restaurar la paz en el mundo, debemos rechazar cualquier demonización, incluyendo al Malvado cenital, Adolf Hitler. Sinceramente me tiene sin cuidado Hitler, tanto como malo como en tanto que bueno. Ni lo admiro ni lo demonizo, ni lo odio ni lo amo, como tampoco a Napoleón o a Genghis Khan. Están requetemuertos estos flagelos, ya está. Le tengo un cariño especial al Hitler de nuestro tiempo, Ajmadineyad; me importan tres pepinos los hítleres del pasado, llámense Saddam Hussein, Nasser o Yasser Arafat. Mi padre peleó por Stalin, y el presidente Bush nos enseñó que Stalin es peor que Hitler. Para mí “Hitler” es el nombre genérico de los enemigos de judíos, ni más ni menos que “Amalek”.
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